jueves, 14 de enero de 2010

Sobre la presentación de mi libro "El viaje que no elegimos," en el marco de la FIL (Feria internacional del libro) 2009.



El día 30 de noviembre del 2009, a partir de la ocho de la noche, junto a otros autores que presentaron sus propios libros (Octavio Peñaloza, Margarita Mendoza Palomar, Emelia Sánchez Flores, Ingrid Valencia) y con la compañía de los presentadores: Patricia Medina (poeta, escritora y directora de Literalia editores) Benjamín Orozco, Mauxi Ornelas y José Reyes Glez. Flores; dentro del marco de la Feria Internacional del Libro 2009 (FIL 2009) y en El salón José Luis Martínez de la expo de Guadalajara, Jalisco, se presentó mi libro: “El viaje que no elegimos”.



Escribí “El viaje que no elegimos” inspirado en el Auschwitz que llevamos dentro; en él pretendí conectarme con el Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial desde mi propia experiencia sobre los horrores de este siglo XXI. Me puse en marcha, entonces de aquí hacía aquellos espacios y tiempos donde como es del todo sabido “murió la humanidad entera.” Pero no hablo de tiempos y espacios lejanos a mi experiencia, pues escribí desde “donde me apretaba el zapato". Yo no viví en aquellas epocas (1939-1945) donde religión, filosofía y política se casaron para matar al hombre. Soy de este siglo y, por lo tanto del propio donde Auschwitz vuelve a ser vigente en todo lugar donde se humilla, se mata y se niega la dignidad del hombre. Llegado a este cauce, prefiero guardar silencio y mejor concedo la palabra al poeta, ensayista e investigador en el departamento de letras de la UDG (Universidad de Guadalajara) José Reyes Flores quien escribió el prólogo y fue el presentador durante esa noche donde tuve la fortuna de también ser acompañado por personas muy queridas y provenientes de Motozintla de Mendoza, Chiapas. En esa noche enfaticé mi poema: Ayudemos a Paul Eluard; poema que puede leerse en la página 52 de mi libro en cuestión.

El viaje al interior de la palabra (Prólogo escrito por el poeta y ensayista José Reyes Flores).

El hombre de la edad de los sistemas de este tiempo nuestro, mecatrónico e insensible, ha convertido la preferencia en la diferencia. El apego en sí mismo como tendencia natural al amor propio y al propio amor como constitución casi gustosa de lo que bien podemos llamar la unimismidad: el uno mismo en el uno mismo. Ese ergon humano, donde la existencia es una apariencia, donde la aspiración queda relegada al horizonte de los deseos propios en detrimento de lo otro en el mundo. La aspiración parcial como una suma egoísta a las pretensiones particulares, donde el viaje del sí mismo a la otredad es postergada en una sociedad donde el acto de existir es el acto mismo de olvidar. Pero si se invirtiera el orden, es decir, antes que pensar en uno mismo, pensáramos en el otro, entonces la infinitud sería finita y, lo finito es un modo de estar, de recibir y de entregarse a la existencia.

El poeta más que una entidad ensimismada parte de los saberes del mundo exterior para tener conocimiento de sí, de tal manera que el sentir y la afectividad conducen a la autocompresión como único medio para entender al otro. Martín Mérida, en El viaje que no elegimos, establece la hipótesis poética (¡Hipótesis poética!) de un viaje del sí mismo (mismidad) hacia el otro (otredad) para reconocerse y reconocernos como seres humanos entre los humanos. Martín, como poeta, aprehende la realidad objetiva del mundo exterior y, luego regresa al interior por medio de la conceptuación poética, ello indica que el mundo poético imbíbito en el poema es un universo sensible e inteligible donde la razón afectiva coexiste con la sensación, la pasión, la intuición y el sentido de lo sentido, aunado a la inteligencia del concepto.

La intuición poética es realidad y es subjetividad, es mundo y sensación. Se podría decir con palabras de Arthur Rimbaud que “Yo es otro”. Pero, ¿cómo florece tal acontecimiento en la poesía de El viaje que no elegimos? Muy sencillo. Por medio de actos poéticos que inciden en sí mismo (la unimismidad), para luego ir al sí mismo (mismidad) como indicio de reconocimiento del otro; y enseguida partir a la otredad (ipseidad) para luego, regresar como ser humano completo a la mismidad. Solo cuando el yo se reconoce en el otro el mundo es tangible, la vida existe y la diferencia se transforma en preferencia. Como Eneas, Ulises o Dante, el Sujeto poético (SP) de El viaje que no elegimos inicia la búsqueda de la verdad, pero la verdad no está en uno sino en el otro, por eso la travesía inicia en la “Intemperie”, donde la palabra está ausente, donde la ceguera y la oscuridad se unen a lo inefable y a lo indecible. Lo inefable como aquello que no se puede explicar con palabras porque “la semántica pretende darles adjetivos por liebres”, puesto que las letras se declaran iletradas. En definitiva la ceguera de significado implícita el no decir, la clausura de la palabra y como tal, el ensimismamiento del hombre, la pérdida de la identidad y la enajenación. En esa oscuridad interna, por ese camino insondable, frente al abismo y en el abismo es que se llega al cruce de caminos. En “Trenes”, la voz poética de El viaje que no elegimos, pone en duda su identidad, pues “En el cruce de trenes: Miradas como espejos”, el SP se reconoce, no en sí mismo, sino en el otro, y señala que la infancia está en todos los tiempos, a pesar de que en este cruce de caminos, en este tiempo, es donde existen rostros sin máscaras que son más viles que la vileza. Donde el bien y el mal son indisolubles ya que “Mientras el mal mata a la vaca, / el bien le detiene la pata”. No obstante, la desesperanza de uno mismo en el sí mismo, el SP tiene fe en el otro, y eso ya implica la fe en sí. La razón del hombre-máquina desaparece, y la confianza se hace presente: ¿Me crees?... No van a darnos gato por liebre en ciertas casetas. Y ninguna `realidad humana´ querrá almorzar ni al próximo ni al lejano”, pues “No posponer al ego es apagar estrellas en una noche hambrienta”. Entonces la vida aparece, la festividad, el espanto se aleja, se rompe el silencio y la existencia transpone el umbral. Y. Como viajeros de este (El) viaje que no elegimos nos conduce a lo cotidiano para iniciar la travesía a la casa nuestra que es la del otro.

Ahora somos rehenes, ese solo hecho es la opción de la esperanza y de la libertad, pero la esperanza está en el otro, en la mirada del otro, que al reconocerse en uno instaura la mismidad, por eso en “Rehén” el SP se encuentra en el interior de la palabra, es decir dentro de , puesto que las palabras “…le dan vida a los cuadernos que pronto saben escuchar”. En dicho momento de ruptura llega la sobrevivencia, ello implica la presencia de lo otro de la vida. En “Sobrevivientes” el SP se encuentra inmerso en el ruido del mundo, en “El lenguaje de tic-tac donde aparecen los huesos. /Agujas en espera del canto del gallo del día sin traición”, de tal manera que este agolpamiento de vida despierta a la mismidad, el amor, la ternura y la “belleza de caminar sin los deberes propios del infierno”. De ahí que el SP se encuentre con su otredad, lo cual, en este (El ) viaje que no elegimos, se ha entrado por la ventana, para observar cómo el discurso es un espacio de significado, pero sólo se puede ver en sentido de la vida a través de la ventana de la palabra. Y desde atrás de la ventana de Paul Celan (“Paul Celan atrás de mi ventana”) la conversación entre la otredad y la mismidad llevan un trans-diálogo, donde “Los muertos” no olvidan la libertad, la nuestra, pues desde el olvido no olvidado, el vacío, el silencio y la historia son señal de libertad, son el encuentro de unos brazos que se abren a la humanidad. Allí comienza el regreso a casa, el regreso a uno mismo transformado por la otredad en el sí mismo humano que comprende las “…maneras distintas/ de llegar a casa”.

Recibir es entregarse a la existencia del mundo, y a partir de las cosas que se descubren se manifiesta la identidad propia. Lejos de advertir el estrecho mundo de la preferencia, habría que dirigirse de manera prerreflexiva hacia el otro, destinar la atención hacia la otredad, de tal forma que se recupere un mundo donde pareciera que el otro no existe. En definitiva, Martín Mérida, en El viaje que no elegimos, pone al descubierto el Auschwitz que cada uno lleva adentro y que, sólo es posible salir de él cuando se reconoce la finitud de decir, de la tolerancia y de la vida que da vida como tiempo y esperanza. El deseo del Yo (en sí mismo) que impulsa hacia el reconocimiento del otro, para regresar vivo por el camino que lleva a casa.