viernes, 17 de agosto de 2012

RECUERDO DE UN VIAJE A MOTOZINTLA

Era diciembre del 2004 cuando volví a casa de mi infancia desde que me percibí en Motozintla donde supe, de manera repentina,  que este viaje había también acontecido en un sueño. Celebré, entonces, hallarme en semejante experiencia repetida donde, además de ir a escuchar a las flores (a flores-flores; flores-gente, flores-piedras y flores etcétera) y susurrarle a las orejas de las montañas mis agradecimientos por su paciencia, pude beber sol y   luna en vasos de café bajo un cielo azul que da lecciones de intensidad a todo lo medio-azulado.

Aunque deseaba volver a ver a mis familiares y amigos, no experimenté un retorno fácil. Tenía tristeza de llegar habiendo pasado solamente pocos años de la experiencia del desastre ocasionado por Mith, el huracán que en 1998 con voz felina y llena de fiebre, le gritó al mundo: ¡Los MochóMam existen además de los mestizos!

[¿Saben?.. A veces siento vacío existencial desparramándose en habitaciones de mi alma al darme cuenta que, a pesar de la natural belleza todavía sosteniéndose en las montañas localizadas alrededor de Motozintla, corroboro la horripilante carcajada del polvo dejado por quienes no saben meterse en los zapatos de los árboles y mucho menos en los de las personas. Y menos que menos, en los zapatos de los más necesitados de justicia.]

Rumbo a casa de mi infancia, mientras viajaba en uno de los aviones de una compañía aérea —cuyo nombre por ahora prefiero sacar fuera de este ritmo— con gran altura para atravesar la levedad del cielo, pero con ese tipo de bajeza llamada falta de honradez al no devolverme el importe de 25 volúmenes de mi más reciente publicación durante esos días. Publicación que, gracias al CONECULTA, Chiapas, presenté  tiempo atrás en Motozintla, Tapachula, San Cristobal y Tuxtla Gutiérrez (hago referencia aquí a mi obra La pasión según un hombre cualquiera). Los volúmenes referidos fueron mojados dentro de la panza del avión por algún mecánico, aviador, aeromoza o aeromozo… O por algún enfermo de la cabeza (por fortuna se salvaron diez aunque quedaron transformados después de ese baño forzado.) Ahora, pasados algunos años de este acontecimiento, al decidir reclamar justicia compensatoria por mis libros mancillados, esa compañía de aviación se vuelve habitante del país de sordos por conveniencia.

Unas horas antes de estar deseando buen viaje al cielo de los libros a mis volúmenes en agonía, mientras volaba entre la estrechez del asiento del avión y la expansión de la lectura del libro Entre nous del filósofo Emmanuel Lévinas: sin poder evitarlo llegaban a mi mente los recuerdos de la casa material de mi infancia pensada al principio como desaparecida. Adentrado estaba en esta meditación cuando, de manera repentina, también me visitaron imágenes del mundo donde las personas fingen mirarse. Imágenes tan detestables que me hicieron repetir: « No, esa no es la ciudad de la casa de mi infancia: ¡La ciudad de la casa de mi infancia no es tiempo y espacio de lo absurdo!» Pronto, a través de mi ventanilla, llegaron nubes y con ellas, múltiples formas de esperanza. Así, saliendo de subterráneos y rascacielos de mi meditación, me dije: «no busques nada en estos días, Martín; «sólo déjate vivir.» «La ciudad y casa de tu infancia están en ti». Estas palabras fueron un abracadabra, pues me experimenté lleno de energía al permitir convencerme que la casa de mi búsqueda soy quien estoy siendo también dándole bienvenida al misterio haciéndose presente desde su fondo no manoseado por la racionalidad de los solipcistas.

En los instantes mientras cual fantasma zozobrante el avión se movía de izquierda a derecha ( y viceversa), exclamé: « ¡Voy a despertar de esta tonta tristeza!» Tal vez debido a esa determinación regresé por completo a la casa material donde fui amigo personal de un árbol (que a mis siete años observé caer como el desplome del universo) e intérprete de gatos, perros, árboles y patos; entre otras maravillas. En efecto, es posible que debido a la fuerza de mis palabras contra lo triste, hoy pude comenzar estas letras con lo de Volví a la casa de mi infancia desde que puse un pie en Motozintla, pues lo detestable del tiempo no va a ganarme la batalla. Después de todo la maravilla existe incluso en una calle donde alguien transforma la realidad diciendo buenos días y ofreciendo una sonrisa anti-mercadotécnica. Así, en los instantes de no soportar el tráfico: Flip-flip-flap-flap: pasa una mariposa revertiendo el orden metafísico de lo prestablecido. Además, en Motozintla todavía hay belleza como alas de águila resistiendo agresiones. Belleza como la  de El Malé : elevada montaña con su horizonte sagrado mirando de frente a la ciudad. El Malé portando en una de sus partes superiores un libro conformado por las rocas como diciendo: Pueblo de Motozintla lee, lee para que a nadie se le ocurra matar la maravilla con chismes  y otras maneras de estupidez. 

Ya en Motozintla, mientras caminaba de la Central de Autotransportes a la casa de mi infancia, me dio coraje vivir varias calles con carros parecidos a tanques de no respetar a la gente, igual a como he constatado en tantas ciudades descorazonadas. Aquella escena me pareció de bajeza sólo parecida al infierno descrito por Dante. ¡Qué espantoso!: mi ciudad de claros orígenes mayas ya padece la nadería de las grandes urbes. Aquí digo nadería para nombrar desesperanzas; pues en este mundo dándoselas de postmoderno, todas las desesperaciones de una gran ciudad también existen en una chica aunque se encuentre en los confines del mundo o en la frontera con Guatemala o cerca de los pilares de la Muralla China. Y ya no sigo nombrando formas de desesperanza. Prefiero optar por alejarme de ellas: todavía existe otro lado de mi ciudad donde puedo situarme a contemplar lo extraordinario.

En las ciudades hay animales, parecidos a gente, conduciendo automóviles. Y Motozintla no es la excepción. No obstante, a mi ciudad se le puede observar ángulos diversos a lo catastrófico. Pero aquí me referiré solo a dos de éstos: el primero es el del parque hacia las salidas a carreteras rumbo a Comalapa y a Huixtla. Se trata de la parte llena de negocios, del tianguis, del “carrerío;” del ir y venir de transeúntes y de bellas viejecitas conduciéndose al mercado con grandes morrales aspirando a regresar llenos. Viejecitas sostenidas por la fuerza del amor. Además, habría que mirar en las banquetas a los señores y señoras vende frutas y niños campesinos descansando encima de largos tallos de flores dispuestas en gruesos ramos. ¡Ah!.. Cuánta maravilla produce mirar campesinos bajando de las montañas con burros, mulas y caballos cargados de frutas y verduras para ofrecer sin hacer distinción entre buenos y malvados ciudadanos. Dentro de esa algarabía, mezcla del mundo moderno con lo poético de la vida bella por sencilla, se encuentra ahora la casa material de mi infancia y cerca de ella otras, tales como la de mi amiga —ahora habitante del universo de lo eterno— doña Gloria Pérez; la de mi primo Freddy, mi tía Emperatriz, mi tío Manuel Liy, don Guillermo Flores y mi madrina Zoila quien fabrica ricos chocolates. Además: antes de ser abierta la carretera en el cerro ubicado al fondo de ese costado de la ciudad, mi calle no estaba cargada de automóviles. Luego, entonces, nos sentíamos libres para jugar a los encantados, al repollo, al tejón o a lo que se nos pegaba la gana, sin miedo a ser arrollados.

No puedo seguir este recuerdo de viaje sin aclarar: no estoy en contra de los avances tecnológicos ni de cualquier ultramodernidad del horizonte de mundo imponiéndose, siempre y cuando sean puestos en marcha sin olvidar el corazón. ¿A quien no le desagrada que “los animales” dejen pasar primero a los carros en lugar de conceder el paso a la gente? Menos mal: la belleza sonríe aún en esta ala con esos aspectos que bien pudieran tener remedio, pues las montañas están muy cerca con sus sugerencias y aún huele a pan horneándose desde algunas casas. Pero para escuchar a las montañas uno debe estar a su altura; por supuesto.

Enamorado de la montañas como querer ver el mar, debí otra vez subirlas para respirar árboles de ciprés y sabino junto a los pinares. Es sorprendente constatar la voz de montañas a través de sus campesinos, su vegetación, sus piedras… Por consecuencia, subí algunas de ellas hasta perderme en cantos de gallos e himnos de la sabia, pues durante los amaneceres salí con algunos de mis sobrinos a correr entre abrazos y arterias de montañas de transportarnos a lo que apaga lo altanero en voz de sordos ante la vida.

Del parque hacia el barrio Xelajú  hasta llegar a la subida del camino para llegar a la comunidad llamada El Carrizal, otro gallo canta: la ciudad en su aspecto de ese otro costado, se parece tanto a la de cuando era muy pequeño, ahí se encuentran tiendecitas ofreciendo comales y ollas de barro. No transitan por esas calles muchos carros y la arquitectura de las casas, en su mayoría muy sencillas, desprende el canto de lo sublime. ¡Vaya!: se puede percibir el sonido de una marimba tocada por quienes ensayan. Tal vez este costado conserva hermosura debido a su cercanía con el cementerio, pues pasar por ahí lo debe a uno adentrarse en la filosofía de la existencia, pues convengo en que nadie deviene auténtico sin toparse cara a cara con la muerte aunque sea de manera intra-subjetiva y sin necesidad de largarse todavía de este mundo. Dicho de manera breve: en un lugar así, lleno de árboles y de paisaje tierno como árbol de ciprés, construiría una morada.

Ya no hay espacio como antes para el jardín, en la casa de mi infancia; pero, en cambio, han crecido más flores en el poblado del corazón de mi familia. Mucho sigo aprendiendo del silencio y palabras de mi madre Consuelo Mayorga Bartolomé, cuyas acciones hacen crecer árboles en las parcelas de mi alma. En efecto, mi madre es una heroína quien, desde los tiempos de conquistar la hermosura en  el servicio como  maestra de escuela primaria, camina kilómetros y sus brazos todavía conservan fortaleza de sus años de sembrar árboles y cuidar a las rosas de no ser devoradas por hormigas. Debo añadir que el espíritu creador de mi madre le hizo forjar en este pasado diciembre de 2004, un nacimiento con un cielo de estrellas hablando de esperanza.

Por ahora, dejaré aquí el impulso animándome a escribir relatos de esta naturaleza, pero no sin antes mostrarles una fotografía proporcionada por mi prima Virginia Guadalupe (Vicky): fotografía mediante la cual agradezco la maravilla de recordar. Vicky canta de manera preciosa y es flor como orquídea entre mis flores. La aprendí a querer desde mi infancia cuando la buscaba para escuchar cantarme no sólo cuentos; sino también lecciones de libros de primaria cuando yo tenía edad de estar en kínder. Ella le encontraba música a las lecciones y se hacía acompañar de su guitarra parecida a la de Joan Báez. Vicky siempre dijo sí a ese tipo de mis peticiones de niño y se lo agradezco tanto como deseo siempre hacerlo con quienes no llegaron al mundo para estropearlo.

En la siguiente fotografía —proporcionada por Vicky— aparece mi prima Flor, mi tía Elizabeth (tía Chave) hermana de mi mamá y mamá de Vicky. Mi tía trascendió el mundo, de manera heroica, siendo víctima del cáncer (ella sigue manifestándose, desde el silencio más alto, como maestra de la hospitalidad). En la foto tía Chave está abrazando a Eduardo, su hijo más pequeño a quien, a su vez, le sostengo un pie mientras me cubro un poco del sol benévolo apasionado (en esta imagen fotográfica yo contaba con cuatro años y medio, a decir de mi madre.) Al lado de mi tía, aparece Manuel su hijo mayor. Y mi hermano José Antonio es quien le está tocando un hombro a Eduardo.

A manera de conclusión, les comparto un video donde interpreto el poema que escribí durante los días de rodillas del miedo; justo en 1998 cuando el huracán Mith azotaba a Motozintla, la Sierra Madre y al Soconusco. Se trata de un poema escrito con el deseo de servir de puente para dejar atrás abismos de la desmemoria.